[Concluido el bostezo de la noche, como si Dios despertara de un curioso letargo, el cielo abre sus párpados y muestra sus azules pupilas. Disipando las escurridizas fantasmagorías, el dorado umbral del amanecer se presenta ante el hombre como una nueva oportunidad. La paleta inimitable del Creador despliega sus matices en el lienzo celeste.
Es momento de vivir esta efímera resurrección que significa ocultar nuestras escorias tras el cuidado maquillaje del gesto diurno.
Pero no todos han sido bendecidos con la luz de un nuevo día, no todas las almas son llamadas al diario despertar. Existen ojos en los que puede advertirse el dominio de una noche perpetua. Existen almas eclipsadas para siempre.
En algún giro imprudente de nuestro destino, en algún recodo siniestro de nuestro andar por la tierra, hemos perdido nuestros espíritus que confundidos con la bruma de la noche se evaporaron en silencio.
Hoy arrastramos nuestra existencia mutilada y apañados por la caricia nocturna rezamos a la luna una arcana plegaria que elevamos como aullidos de lobos cortando el silencio, sedientos de vida bebemos de su luz robada del sol.
Nuestros pensamientos vagan en negros extravíos, nuestros cuerpos son tumbas impermeables que deambulan movidos por una inercia misteriosa hasta el fin de nuestros días. La oscuridad susurra en nuestros oídos y abraza nuestro helado vacío.
Pero aún sobre nosotros pende la gracia de un lenitivo. Cuando saciamos nuestra sed es cuando compensamos nuestra carencia, sólo entonces sentimos latir en nuestras arterias marchitas el efímero éxtasis de lo alguna vez perdido, de lo eternamente extraviado. Sólo entonces experimentamos la misericordia de un bálsamo, tan sólo con las gargantas inundadas de néctar púrpura.]
Martín Tisera es docente de M 1. Recomendado para las noches frías y brumosas.
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