jueves, 19 de marzo de 2009

#04 :: 6 / Paul Ricoeur: los mutantes códigos de la guerra

¿Imaginar la paz o soñarla? Ante la escalada belicista de EE UU., el filósofo francés piensa en el "salto cualitativo" que supuso el terrorismo kamikaze. Ahora, dice Ricoeur, se ignoran las pocas normas del "derecho de la guerra" del siglo XX. Paul Ricoeur es un importantísimo filósofo, profesor de la Sorbona. El texto que presentamos fue publicado en el suplemento Clarín / Cultura, el 1 de febrero de 2003.

Si tuviéramos que designar una forma verbal que distinguiera imaginar la paz de soñarla, yo la llamaría el modo optativo que indica el deseo de la tranquilidad, conforme a la aceptación serena de las diferencias a nivel del planeta Tierra. Si la guerra dio un salto cualitativo con el terrorismo de los kamikazes, es porque hizo surgir un enemigo no identificable con un Estado, no identificable en absoluto, que une el suicidio a la muerte indiscriminada e ignora las pocas normas de "derecho de la guerra" elaboradas en el siglo pasado.
Pero esta guerra de un nuevo tipo en cierto modo no ha hecho más que revelar, llevándolos al extremo, rasgos que llamaré de "deterioro" de la guerra, presentes desde el fin de las guerras napoleónicas. Conocimos un modelo de la guerra, si no razonable, al menos inteligible, que Carl von Clausewitz (1780-1831) erigió en objeto científico en De la Guerra, hasta que Gaston Bouthoul (1896-1980) creó el concepto de polemología, que sigue sin paralelo en cuanto a una eventual "lógica de la paz". Conviene recordar sus fórmulas para comprender mejor lo que yo llamo el deterioro de la guerra: "La guerra es un duelo entre Estados, duelo que tiene un comienzo (codificado en declaración de guerra) y un fin (significado por la victoria, la derrota o la tregua)". "La guerra es una lucha que pretende eliminar las fuerzas armadas y las fuerzas morales del enemigo" y "el objetivo de la estrategia es llegar a esa destrucción"; agreguemos. Pero se plantean límites importantes: no se exige aniquilar al enemigo en tanto Estado, Estado susceptible de firmar la paz y "defender los tratados", de lo contrario la guerra no sería, como se afirma: "la continuación de la política por otros medios". Es esa guerra, sin duda también racionalizada, pero aceptada en esa versión, la que se deterioró.
Se hacía entre Estados-Naciones identificables en el conjunto de las naciones y ponía en acción, en situaciones contingentes de excepcionalidad, la relación permanente entre amigo y enemigo. Esa es la guerra todavía inteligible que la Primera Guerra Mundial contribuyó a desfigurar con el Tratado de Versalles. A decir verdad, nunca había sido el único modelo de guerra. Las cruzadas, transformando las peregrinaciones en marchas salvajes e imponiendo los precarios Estados de Occidente en tierra de Oriente habían creado un modelo de guerra que mezclaba la política y la religión: piénsese aun más en las guerras de religión, libradas en fronteras confesionales no estatales y cuyo desenlace fue precisamente el fortalecimiento de los Estados nacionales capaces de librar las guerras codificadas antes mencionadas; piénsese en las guerras coloniales que, en tanto guerras de liberación, apuntaron a instaurar Estados-Naciones comparables a los de sus antiguos amos. Pero la guerra francamente se "deterioró" en su conducción misma: movilización general que abolía la frontera entre poblaciones civiles y fuerzas armadas; exterminios en masa realizados por regímenes totalitarios; aniquilación no sólo de las fuerzas armadas sino también de los Estados, reducidos a la capitulación incondicional.
Por otro lado, las luchas de clase, en su fase violenta, abolieron la diferencia, cara a los Antiguos, entre la guerra externa, con su justo derecho, y la guerra interna, la insoportable guerra civil, que ellos denominaban sedición.
Sobre este fondo, haciendo hincapié en las guerras de exterminio, las guerras de liberación y de descolonización, surgió la guerra del tipo inédito que mencioné al comienzo, la guerra de Al-Qaeda, la guerra terrorista, la guerra sin protagonista identificable con un Estado. Pero los cimientos ya estaban listos para esta mutación gracias a las transformaciones que "deterioraron" la guerra. La conexión, aun supuesta, de la guerra terrorista con las guerras de liberación aumenta su carácter ambiguo y su fuerza ideológica. Pero eso no es más que la mitad del cuadro: si todavía hay que "imaginar" la paz, también es en razón de nuestras decepciones con las empresas colectivas e institucionales que apuntan a "mantener la paz", como suele decirse, en vez de instaurar la paz sobre bases justas. Ciertamente, estas empresas respetables tienen también una larga historia, lo cual confirma que la guerra y la paz no dejan de formar pareja.
Con las instituciones internacionales del siglo XX, intentó tomar cuerpo una "lógica de la paz", frente a una "lógica de la guerra", solidaria de la idea de defensa nacional, relativa a la seguridad pública, con sus aparatos diplomáticos y militares. Esta lógica habría de ser planetaria, como lo había anticipado Kant (1723-1804) y como lo imponían la geopolítica de la guerra y la globalización. De hecho, el fin de la Guerra Fría y la desaparición de un enemigo identificado no modificaron la estructura de los ejércitos ni frenaron la investigación y la fabricación de armas de destrucción masiva. Por su parte, la paz quedó a merced de acuerdos bilaterales relacionados con la limitación de las armas.
Todos guardamos en la memoria el fracaso de la ex Sociedad de Naciones y somos testigos de la incapacidad de la ONU para presidir una política mundial de prevención de conflictos. La parálisis y, con frecuencia, la ineficacia de las instituciones que supuestamente deberían garantizar la seguridad a nivel mundial alimentan la decepción, que multiplica la sensación difusa de inseguridad incrementada el 11 de septiembre de 2001. Como bien escribió un autor calificado, estamos retrocediendo de la visión de "mejoramiento" de nuestras sociedades ciudadanas soñadas por John Locke, Wilhelm Gottfried Leibniz y Kant, a la visión "pesimista" de Thomas Hobbes, para quien sólo el miedo a la muerte puede engendrar medidas de supervivencia. Precisamente en esta situación, dominada por el instinto relativo a la seguridad pública a nivel de los pueblos y los individuos, y favorecida por las decepciones que acompañan a las medidas internacionales de "mantenimiento de paz", debemos, a falta de poder instaurarla, imaginar la paz. Imaginarla, vale decir, no soñarla o alucinarla, sino concebirla, quererla y esperarla. Pues la paz, en definitiva, es más que la ausencia de la guerra o la suspensión de la guerra, es un bien positivo, un estado de felicidad, que consiste en la ausencia de temor, la tranquilidad, aceptando las diferencias. El estado de paz debe imaginarse como el opuesto exacto del miedo a la muerte violenta, que suscita todas las formas de ataque anticipado. Ese estado de vida, que Agustín (354-430) definía como "la tranquilidad del orden" sigue siendo el imaginario que acecha al estado de guerra propiamente dicho, como lo reconoce Hobbes al comienzo del Leviatán. Si hubiera que designar una forma verbal que distinguiera imaginar la paz de soñarla, yo la llamaría el modo optativo que expresa el deseo de la tranquilidad, conforme a la aceptación serena de las diferencias a nivel del planeta Tierra.

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